Hablando del campo mexicano y vinculándolo a las referencias de salud y economía, las opiniones se vuelcan hacia la precariedad en ambos sentidos.
En la salud, los pocos centros de atención a los que tiene acceso un campesino no cuentan con los insumos, equipo y personal para brindar la atención necesaria, lo que obliga a estos a salir de la comunidad y buscar atención en otro lugar, y si no, tienen que sucumbir ante los padecimientos de las enfermedades más graves y hasta las más leves.
En lo económico los campesinos han visto como las riquezas que se generan en las tierras que producen son esquilmadas por las casas comercializadoras, que buscan cualquier oportunidad para especular con los precios, sin importar afectar al consumidor o al propio productor. Esto sale a relucir con la pandemia del COVID-19 en donde actualmente el precio del maíz se está especulando y aumentando el precio, que ha pasado de 4.200 pesos (120 dólares) por tonelada hasta los 4.680 pesos (188 dólares), sin justificación alguna y sin intervención de la Procuraduría del Consumidor.
Las políticas públicas en este tema se han caracterizado con la importación de maíz norte americano los que terminan definiendo el precio y genera que los productores de maíz mexicanos no puedan comercializar su producto porque no es rentable, y este se quede para el autoconsumo, ya que los precios de las harinas importadas imperan en las tortilleras.
El pasado 26 de septiembre se aprobó la Ley de Protección del Maíz Nativo, que entró en vigor este mes de marzo, que pretende crear el Consejo Nacional de Maíz y establecer los lineamientos para crear políticas públicas de fomento y protección al maíz nativo, programas de reparto de semillas e impulsar la investigación, aún no podemos decir que esta ley beneficiará a los campesinos mexicanos ya que este consejo sigue siendo conformado por los empresarios agrícolas y no por el pueblo trabajador del campo.
En el campo no está claro cómo se está resolviendo la “contingencia sanitaria”, pues en este el sistema de salud está peor que el de las ciudades, sobre todo que los gobernadores se han convertido en virreyes del saqueo dejando más vulnerables a las masas campesinas pobres.